La adolescencia es una isla a la que le faltan nombres. Rita Indiana, ‘Nombres y animales’: identidad queer sin discurso.

Empieza junio y las calles, las vitrinas, las redes y hasta las tapas de los libros más promocionados en las librerías de Barcelona empiezan a llenarse de los colores del orgullo LGBTIQ+. Piensas —y no sin razón— que detrás de tanta bandera hay una mesa llena de estrategas decidiendo que en junio hay que hablar del orgullo, porque eso vende.

Y entonces recuerdas esa novela que encontraste por casualidad, con el sello de La Biblioteca Recomana, escrita por una autora dominicana que no habías leído. Recuerdas cómo narraba Rita Indiana lo queer sin explicarlo, sin convertirlo en bandera ni discurso. Solo deseo, lenguaje, identidad en proceso.Y ternura, mucha ternura. 

Entonces te convences de que, incluso si hay postureo, leer sigue siendo una forma de resistencia. Que en junio —y ojalá todo el año— hay que leer sobre cuerpos que se buscan nombre. Porque los nombres siguen haciendo falta.

Nombres y animales es una novela que, desde el título, promete hablar de eso: de nombres y de animales. La historia transcurre en una clínica veterinaria, y hay una niña que no es todavía mujer, pero tampoco del todo niña, que está buscando ponerle nombre a un gato. La promesa, entonces, se cumple. Pero hay más, y ese más es el que nos mantiene leyendo a Rita Indiana. Por un lado, está esa narración en primera persona, con la ingenuidad, la rebeldía y el criterio —todo junto— que puede tener una adolescente caribeña. Y, por otro, está la habilidad narrativa tremenda que tiene Rita Indiana para enfocar la historia desde otro punto de vista sin salirse de la primera persona, y así mostrarnos un foco más adulto y quizás más complejo: el del Santo Domingo de los años noventa, cuando aún hay rezagos del maltrato a los haitianos, en una sociedad claramente atravesada y domesticada por años de clasismo y racismo estructural imposible de justificar. También, hay que anotarlo, una sociedad en la que se les dice pájaras a las mujeres lesbianas, y donde hay una homofobia que no acepta, ni nombra, ni observa.

La narradora y protagonista es una adolescente que se queda con sus tíos mientras sus papás se van de viaje a la Exposición Universal de Sevilla de 1992. Sus tíos, Fin y Celia, tienen una clínica veterinaria a la que llegan todo el tiempo conejos envenenados, perros con vómito recurrente y hámsteres con tumores en el ano. Los tíos pelean, tienen algo de buenos y de malos, y guardan secretos que la narradora descubre e intenta nombrar. Hay varios personajes que dinamitan las ideas y certezas de la narradora: un haitiano que llega a la veterinaria a trabajar, un familiar perdido y encontrado, y una amiga a la que quiere besar en la boca. Entonces, la novela nos va llevando por los límites de la amistad, el deseo, la ternura y lo innombrable de la adolescencia. Hay algo en esa ambigüedad, en ese moverse entre límites, que cualquier mujer que se haya enamorado alguna vez de su mejor amiga, sin entender lo que le estaba pasando, puede reconocer. 

Quien lea Nombres y animales va a encontrarse con mucha ternura, y eso es algo difícil de hallar en la literatura. Es también lo más bello, lo más ajeno, lo más olvidado cuando pasamos de la infancia a esta cosa horrible que es la adultez. La narradora habla con ternura de su familia extrañamente normal cuando se refiere a los cuentos mil veces repetidos de su abuela. Habla con ternura, también, cuando describe lo que le pasa cuando le entran ganas —ojalá contenibles— de llorar: “Por dentro, un mar amargo me licuaba los huesos y me empujé el interior de los cachetes hacia afuera con la lengua, como hago cada vez que no quiero llorar”.

Además de la ternura, Nombres y animales es también, y sobre todo, una novela sobre la identidad. ¿Qué historia adolescente no lo es, si lo que nos pasa a los catorce es que no tenemos ni la más mínima idea de quiénes somos o de quién queremos ser? Pero aquí, además, se asoma algo más: la dificultad de construirse una identidad cuando lo que se desea no encaja en lo que se espera. Ser una adolescente que desea a otra mujer, sin saber si eso es “normal”, sin tener palabras ni nombres, sobre todo sin tener nombres, vuelve esa búsqueda aún más confusa. Rita Indiana lo narra desde un lugar precioso: sin conflicto explícito, sin que lo queer sea lo único relevante, sin drama, pero con una ternura que sostiene y acompaña. No es casual que al inicio de cada capítulo se citen líneas de The Island of Doctor Moreau, de H. G. Wells, una novela sobre criaturas que no son del todo humanas ni del todo animales, y que desafían las fronteras de lo que “deberían” ser. La protagonista de Nombres y animales también está hecha de algo intermedio, inestable, lleno de preguntas. Y así, sin dar lecciones, la novela deja abierta una posibilidad: que la identidad también puede construirse desde la duda, desde el deseo sin nombre, desde la ternura de no saber y seguir buscando.

Lo que hace Rita Indiana es ubicarnos en una isla, que no es solo República Dominicana, sino la adolescencia en sí misma: un territorio donde hay una soledad específica que no alcanza a nombrar casi nada. Allí, donde la protagonista escucha la palabra “homosexual” y se esconde en un baño para repetírsela frente al espejo, o donde se queda pensando si tal vez, como ella, a su abuela también le gustaban las mujeres, o busca nombres para su gato, y para ella misma, deseando encontrar aquél que se le pegue como una partícula de hierro a un imán.

Qué importantes los nombres y los animales.

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